Para Jaquelín Jiménez y su familia –esposo e hijo– las diez de la mañana son ahora las cuatro de la tarde, las cuatro de la tarde son las diez de la noche, y las diez de la noche vendrían siendo las cuatro de la madrugada. Si nos hubiésemos encontrado en su casa de Caibarién, Villa Clara, la cita hubiese sido a las tres de la tarde. Pero como ahora nos vemos en su apartamento de Overvecht, barrio holandés de Utrecht, el encuentro es en realidad a las nueve de la mañana.
Tantas cosas han cambiado desde entonces. Tantas cosas. Por decir una sencilla: el hipertiroidismo que enloquecía a Jaquelín bajo los ventitantos grados de calor en Cuba se ha controlado increíblemente en el templado clima de Holanda. Ese es un dato para empezar, y el menos importante de todos.
Jaquelín, 46 años, no muy alta, cabello hasta la cintura y envueltita en carnes, llegó a perder hace unos meses más de 20 libras de peso. Su matrimonio de 18 años con Víctor, 44 de edad, esbelto y delgado, cabello corto, estuvo a punto de acabarse.
Así de mal han ido las cosas. Así de bien. Prefiere esta vida a la que tenía en Cuba. A Jaquelín le agarraron la vida, se la torcieron, se la estrujaron, se la sabotearon, se la estropearon, y se la devolvieron hecha un trapo para que hiciera algo con ella, si todavía estaba a su alcance. Tan mal le fue, que por muy mal que le vaya ahora, le va mejor.
«Yo no extraño mi casa, ni mi cama, ni nada de lo que yo tenía», dice, mientras conversamos en un lugar que hoy es su nueva casa, donde está su nueva cama y todo lo nuevo que ahora tiene, que tampoco es mucho.
Afuera permanecen los edificios, los transeúntes, los canales, las estaciones de metro, las bicicletas, los brownies de marihuana, las tiendas de queso Gouda y Edam, la exposición de Banksy, el Palacio Real, las incontables sucursales de H&M, la gente con sus bolsas de Jimmy Choo y Primark, los rostros sin vida del Madame Tussauds, los músicos callejeros y el señor que cobra la entrada en la Casa Museo Van Gogh. Un país entero a 14 grados Celsius de temperatura, un número que anuncia la llegada del invierno.
No obstante, Jaquelín aclara: «Yo no extraño el sol». Y no será otra la actitud por ahora.

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Jaquelín y Víctor me recogen en las afueras de la estación de Overvecht. Me han dado las indicaciones pertinentes: ella viste blusa rosa a rayas y unos leggins que le combinan; él, pantalón negro y abrigo del mismo color. Tardan cinco minutos en llegar en sus bicicletas. Es la primera ley para insertarse en el entorno holandés: tener su bici a cuestas, ganar en rapidez, agilidad y perspicacia con el timón. Ya ambos forman parte del gran maratón de ciclistas que recorre el país a diario.
El apartamento se ubica en un tercer piso de un edificio modesto. Tiene en la sala un amplio ventanal de cristal que deja asomarse las nubes maquetadas sobre el cielo de Utrecht, una ciudad que no se pronuncia como se escribe, situada a la orilla del río Rin y la cuarta más importante del país, luego de Ámsterdam, Rotterdam y La Haya.
Como el espacio se lo ofrecieron hace apenas dos meses, aún la familia lo está amueblando. Cada jueves los holandeses sacan a la calle aquello que van a sustituir o que se cansaron de acaparar: sillas, vajillas, sofás, televisores. Toda clase de muebles o equipos electrodomésticos que luego alguien se lleva y con los que conforman un hogar.

Por eso la casa de Jaquelín cuenta ya con un sofá cómodo, un sencillo juego de mesa y sillas para comer, una vitrina con copas y platos de diferente tamaño que a Jaquelín parecen encantarle, una mesa en el centro y un televisor.
El cuarto de Jaquelín y Víctor es el más grande, con un baño interior. Otra de las habitaciones la ocupa Kisdiel, el hijo de Jaquelín y a quien Víctor ha criado desde pequeño. En un tercer cuarto vive un chico somalí que les parece raro. El joven pasa rato mirando a Jaquelín mientras ella cocina. Le han brindado comida y jamás acepta, y se lava los pies en el lavamanos de un segundo baño compartido. Como no tenía forma de comunicarse para mantener las reglas de convivencia, Jaquelín, que entre otras cosas ya aprendió a utilizar Google, tradujo las siguientes frases al somalí y las imprimió en un papel: “Fadlan nadiifi jikada” o “Por favor limpiar cocina”, y “Fadlan nadiifi musqusha” o “Por favor limpiar baño”.
Jaquelín se ha ausentado a la escuela esta mañana de septiembre para esperarme. Junto a Víctor y Kisdiel recibe clases de holandés los miércoles y viernes, de 9:30 de la mañana a 12:00 del mediodía. Hay en el salón otros alumnos de Afganistán, Pakistán, Somalia, y a todos el profesor les enseña con mímica. Jaquelín, a modo de demostración, menciona algo de lo que ha aprendido: Ik woon in Utrecht (vivo en Utrecht), vaarwel (adiós). Víctor lo mismo: fiets (bicicleta), goedemorgen (buenos días). Kisdiel, un tanto arisco, prefiere no hablar, y en lo adelante sabremos por qué.
De las pocas pertenencias que trajeron de Cuba, la familia guarda con recelo los sobres con multas, citaciones de la policía, una acusación de homicidio, actas de advertencias, más multas, fotos de su caballo, fotos de los amigos y los tres boletos que compraron destino Moscú por un precio de 1325 CUC por persona, y que costearon con la venta de una casa y de una cría de cerdos. El 27 de diciembre de 2017 salieron de Cuba, y el 28 aterrizaron en Schiphol, el aeropuerto más importante de Holanda.
«Sentí mucho miedo», dice Jaquelín. «Yo no sabía cómo era Holanda, ni sabía a qué venía».
Entre 2017 y enero de 2018, Schiphol se convirtió en el sitio de llegada de cientos de cubanos. Luego de tomar el vuelo Habana-Moscú, puesto que Rusia no exige visado a ciudadanos de la Isla, muchas personas solicitaron asilo en Holanda, al perder deliberadamente la conexión durante la escala en Ámsterdam.
Aunque en su momento los medios de prensa hablaron de un éxodo de 3000 cubanos a territorio holandés durante el período, las cifras institucionales publicadas por el Ministerio de Seguridad y Justicia y el Servicio de Inmigración y Naturalización (IND) aluden a un total de 256 solicitudes de asilo político por parte de ciudadanos cubanos en 2017, y 155 sólo en enero de 2018. El número real de cubanos que emigraron a Holanda en dicha fecha nunca se sabrá, pues algunos no pidieron asilo político en el país, sino que lo utilizaron como puerta de entrada a otros territorios del espacio Schengen.
Justo el 29 de enero de 2018, el Ministerio de Relaciones Exteriores de los Países Bajos habilitó la exigencia de un visado de tránsito a los cubanos que se dispusieran a viajar al espacio Schengen a través de suelo holandés.
«Esta nueva visa obligatoria de tránsito permitirá a las autoridades holandesas evaluar mejor las intenciones de viaje de los solicitantes de visa», dijeron entonces las autoridades migratorias del país europeo en un comunicado ante el arribo de grupos de cubanos que pedían protección a diario.

Jaquelín y su familia ya habían tratado de salir de Cuba años antes. Primero solicitaron asilo como refugiados en Estados Unidos, pero las autoridades consideraron que sus pruebas no eran suficientes. Luego intentaron a través de Guyana, país sudamericano que tampoco exige visado y al que llegan cerca de 700 cubanos semanalmente, ya sea para comprar mercancía en las decenas de negocios de la calle Regent y la avenida República, o para realizar las entrevistas de solicitud de visa a Estados Unidos, luego de que la embajada norteamericana en La Habana cerrara gran parte de sus servicios consulares debido a una crisis diplomática entre ambos países por unos presuntos ataques sónicos.
En total, Jaquelín viajó ocho veces a Guyana desde 2016 para comprar ropa, calzado, electrodomésticos, y todo tipo de productos que luego revendía en Cuba. Durante una de esas salidas con Víctor, decidió que no había vuelta atrás. A Kisdiel lo reclamarían luego, pero Cuba se les había vuelto insoportable. Pagaron, Jaquelín y Víctor, 890 CUC cada uno por sus asientos en un vuelo charter de la aerolínea Easy Sky de Cuba a Guyana. Una vez en Georgetown, entregaron a un coyote unos 600 dólares para que los condujera en un pequeño bus de once plazas a través de la selva hasta Lethem, la frontera entre Guyana y Brasil.
En Lethem se hospedaron en el hotel de una persona que se hace nombrar “El transportador” y que ha recibido a cientos de cubanos que quieren llegar a algún país de América del Sur o seguir la ruta a Estados Unidos. Por unos 500 dólares más, “El transportador” los llevó hasta el municipio brasileño de Boa Vista, un recorrido de 18 horas en las que Jaquelín no hizo más que recostar la cabeza en el hombro de Víctor y entregarse desplomada al llanto. La idea era seguir de Boa Vista a Perú, Colombia, Panamá, Costa Rica y llegar hasta la frontera de México. Pero no pudo ser.
«Es que mientras más me alejaba, más me acordaba del niño», dice ella, que siempre llamará niño a Kisdiel, quien tiene hoy 21 años y que no podía salir de Cuba por no tener la baja del Servicio Militar Obligatorio.
«Ella no aguantó», dice Víctor. Jaquelín interrumpe: «Es mi único hijo. Así que viramos para atrás». Y Víctor agrega: «A mí esa situación me empezó a estresar. Yo llegaba al cuarto y ella estaba agarrada de la ventana llorando. Salimos a caminar un día a un parque y le dije que hiciera lo que quisiera, y me dijo que nos íbamos para Cuba».
Después de tres días en Boa Vista, hicieron el mismo recorrido de regreso, esta vez solos. Ya en Guyana, a Jaquelín le bastó una tarde para comprar mercancía con el dinero que le quedaba y revender luego en Cuba para reponer los gastos. A la mañana siguiente tomaron el vuelo de regreso a casa, con la idea de buscar otro destino viable.
El 12 de enero de 2017 la administración Obama puso fin a la política de Pies Secos/Pies Mojados y sorprendió a miles de cubanos que pensaban llegar a Estados Unidos. Hasta el momento, la ley amparaba legalmente y brindaba beneficios laborales a emigrantes de la Isla que lograban pisar suelo estadounidense. En 2016, más de cuarenta mil cubanos llegaron a territorio norteamericano. En 2017, los informes recogieron unos quince mil.
Los cubanos comenzaron entonces a redirigir su ruta migratoria: Uruguay, Chile, Guyana, República Checa, España, Francia, Alemania, Rusia, Serbia, Holanda. O cualquier sitio del mundo al alcance.
Luego de dar «el escándalo que no había dado en 46 años» frente al Comité Militar de Caibarién, Jaquelín consiguió la baja del Servicio Militar de su hijo. Ese mismo día pagaron los pasajes, y al siguiente se fueron a Ámsterdam en un vuelo cargado de cubanos, en el que nadie se atrevía a hablarse, ni a mirarse siquiera, aunque todos sabían de qué se trataba.
Luego de entregarse al The Royal Netherlands Marechaussee (KMAR) de Schiphol, y solicitar ayuda internacional en Países Bajos, Jaquelín y su familia estuvieron retenidos en unas celdas del aeropuerto hasta la primera entrevista con el IND. Las autoridades migratorias les otorgaron una «intención negativa», o sea, su caso era creíble pero, si regresaban a Cuba, nada les sucedería porque «se trataba de un país pacífico».
No obstante, el IND decidió no deportarlos –como sí sucedió con otros tantos– y procesar nuevamente el caso. De Schiphol fueron trasladados al campamento de refugiados AZC Leersum, Hoogstraat 8, de la ciudad de Utrecht, donde vivieron los seis meses siguientes.
AZC Leersum queda a unas dos horas de Ámsterdam en transporte público. Lo que era un antiguo manicomio, hoy es un campamento que alberga a decenas de emigrantes sirios, afganos, paquistaníes, venezolanos y, de un tiempo a esta parte, a cubanos también.
Mientras esperaban el veredicto de las autoridades, la familia se mantuvo trabajando en Leersum para ganar algún dinero. La Agencia Central para la Recepción de Solicitantes de Asilo (COA) le asignaba por semana 58 euros a cada emigrante, y Jaquelín, además, limpiaba los pisos de los cuartos de quienes abandonaban el sitio.
No se sabía si esas personas que de pronto desaparecían habían sido felizmente aceptadas como legales por el gobierno, si habían regresado a sus lugares de origen, o si se escondían en algún rincón del país, guareciéndose del frío y de la policía.
Víctor, por su parte, recogía la basura de los alrededores del campamento, y Kisdiel limpiaba las escaleras de la edificación. Cada cual cobraba diez euros por su trabajo, y con 200 euros reunidos les daba para comprar en una sucursal de Albert Heijn, la cadena de supermercados más grande de Holanda y una de las más económicas.
Finalmente, el IND rechazó su caso y les informó que tenían un rango de 28 días para abandonar el campamento. «Nos llegó la intención negativa y no sabíamos qué hacer», cuenta Jaquelín. «No tenemos familia acá, había que irse para la calle».
Tres días antes de que se cumpliera el plazo, Jaquelín, Víctor y Kisdiel se largaron del campamento. Luego supieron que la policía había ido a preguntar por una familia cubana. Si estaban, si los conocían, si los habían visto. Querían deportarlos, pero ellos ya habían tomado la delantera a las autoridades.
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¿Por qué Países Bajos le negaría la condición de asilo a una familia cubana? Stefan Koolen, abogado de 36 años especializado en temas migratorios y, de manera puntual, en casos de personas solicitantes de asilo o refugiados, ha representado al menos a una decena de cubanos ante el IND.
En total, dos de sus casos han recibido asilo político. En una entrevista a las afueras de la Estación Central de Ámsterdam, Koolen confirma la afluencia creciente de cubanos entre fines de 2017 e inicios de 2018. Según sus cifras, el 99 por ciento de las solicitudes de asilo fueron rechazadas.
–¿Cuál es el motivo de que les denieguen dicha petición?– le pregunto.
–Hasta ahora los tribunales, sin muchas explicaciones, dicen que es posible recibir protección en Cuba. Por otro lado, hay una idea de que estas personas nada más están intentando tener una vida mejor económicamente, y no están huyendo de la persecución.
–¿Existe alguna diferencia entre los casos de cubanos y el resto de los migrantes que solicitan asilo en Holanda?
–Las reglas que aplican son las mismas. La diferencia es que llegó un número elevado de cubanos en un corto periodo de tiempo, y resultó en una decisión más pragmática por parte de los tribunales. Claro que personas de países como Somalia, Siria, Eritrea o Yemen reciben protección de forma casi inmediata, debido a la situación en su país de origen. En eso hay una gran diferencia, pero las leyes y reglas que aplican son las mismas. Hay determinados grupos en otros países reconocidos como vulnerables, grupos de riesgo, como los cristianos y homosexuales de Irán o Iraq.
–¿Cuáles son los principales argumentos de los cubanos ante el IND?
–En general, el principal argumento es la falta de libertad. Las personas no son libres de hacer o decir algo, ¿y no es esto suficiente? ¿Para recibir la protección no es suficiente el hecho de que vives en un país donde no es permitida ninguna o casi ninguna crítica? Si el país persigue a estas personas solamente por su opinión y creencias, entonces deberíamos protegerlos.
–Usted ha ganado los casos de más de una decena de cubanos, ¿cuál es el motivo de que a unos les den el asilo y a otros no?
–Por ejemplo, una pareja gay que solicitó asilo fue aceptada con un caso basado en su orientación sexual, aunque con el tiempo el caso se enfocó más en sus opiniones políticas y el tratamiento del grupo al que pertenecen. Finalmente, a ellos les fue garantizada la protección acá, después de haber sido denegada y de ir a los tribunales, basado en el hecho de que hicieron pública su posición crítica contra las autoridades cubanas y porque, según los servicios de inmigración, es muy probable que las autoridades supieran de su actitud crítica y que esto luego derivara en una persecución en Cuba. Para expresarse, ellos utilizaron varios tipos de medios de comunicación, pero sobre todo ofrecieron entrevistas a Martí Noticias e iniciaron su plataforma online para promocionar su activismo. Fue lo que llevó a que recibieran el permiso. Sin embargo, otra pareja gay fue rechazada debido a los problemas que presentaron en relación con su orientación sexual.
De acuerdo con el IND, una persona reúne las condiciones para obtener asilo político en Holanda si…
- • En su país de origen, tiene razones reales para temer la persecución debido a su raza, religión, nacionalidad, convicciones políticas o porque pertenece a un grupo social en particular.
- • Tiene razones reales para temer la pena de muerte o la ejecución, la tortura u otros tratos inhumanos o humillantes en su país de origen.
- • Tiene razones reales para temer que será víctima de violencia aleatoria debido a un conflicto armado en su país de origen.
- • Su esposo / esposa, pareja, padre, madre o hijo menor de edad recientemente recibió un permiso de residencia de asilo en los Países Bajos.
Para aprobar una solicitud de asilo, las autoridades migratorias holandesas enfatizan en las siguientes preguntas: ¿Es creíble la historia del solicitante de asilo? ¿El solicitante de asilo cuenta una historia coherente? ¿Dio la información correcta? ¿Cree el IND que ha dicho la verdad sobre su paradero y qué le sucedió? ¿Mostró documentos que son genuinos?
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¿Qué pruebas presentó la familia de Jaquelín al Servicio de Inmigración holandés que parecen insuficientes? ¿Por qué Jaquelín y su familia querrían largarse de Cuba para siempre?
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Motivo #1: «En Cuba nadie puede tener poder, el poder lo tienen que tener ellos».
Jaquelín en Cuba vivía, lo que se dice, bien. Desahogada. Para eso trabajaba, y ese es el comienzo de lo demás.
«Porque en Cuba te ven trabajando y ganando algo de dinero y te van arriba», dice.
Jaquelín tenía en su casa una tienda y el permiso para vender productos del agro: arroz, frijoles, vianda, ensalada, carne de cerdo.
«Nosotros éramos obreros estatales de una Cooperativa de Créditos y Servicios (CCS). Se suponía que ellos nos abastecían, pero realmente nosotros íbamos al campo, con nuestro dinero, y les comprábamos la mercancía a los campesinos. Luego teníamos que pagar el 10 por ciento de la venta diaria al Estado, 550 pesos por la carne de cerdo vendida y 350 por frijoles, arroz y otros productos».
Un día de 2008 la policía registró el negocio por primera vez. Parquearon un camión frente a la casa y cargaron toda la mercancía que tenían comprada. Aún hoy, entre los tantos papeles que conservan, la familia tiene guardada esa orden de ocupación. A Jaquelín –propietaria del negocio– le explicaron que había acabado de pasar un ciclón y no se podían vender productos del agro.
«Pero cuando pasa un ciclón, ¿qué es lo que quiere el pueblo? Comer, alimentarse», pregunta Jaquelín, y se responde ella misma.

La casa de la familia –primero de madera y piso de tierra y luego levantada bloque a bloque con las ganancias de cada jornada de trabajo a lo largo de tres años– fue catalogada “la casa almacén” por la emisora local Radio Caibarién.
«En Cuba nadie puede tener poder, el poder lo tienen que tener ellos. Nadie puede tener dinero», dice Jaquelín. «Hay que vivir en Cuba para saber bien el sistema que hay».
Jaquelín nunca tuvo reparos para expresarse así delante de cualquiera que llegaba a comprar, o delante incluso de la policía. Que si no podían vivir, que si el sistema cubano, que si corrupto, que si no dejaban a la gente en paz, que si no había derechos humanos. Por tanto, Jaquelín molestaba. Hablaba demasiado, o era demasiado mal hablada. «Eso fue marcando a la familia», dice. «Nuestra actitud les fue cayendo mal».
Luego del registro la llevaron presa. Le pusieron una fianza pendiente de juicio y la acusaron de especulación y acaparamiento.
Pocos días después del suceso, Jaquelín y Víctor fueron al campo en su carretón de caballos a comprar productos, y de regreso el Jefe de Sector los interceptó y los condujo a la policía. Le decomisaron el caballo a Víctor, la carreta, los alimentos y lo acusaron, de igual manera, de especulación y acaparamiento. A ella como propietaria, a él como dependiente.
Jaquelín preguntó a dónde iban a parar los alimentos que les quitaban. Al círculo infantil “Lindo cascabel” y al asilo de ancianos de la calle Zayas, le respondieron. Luego, a través de gente cercana, supieron que los alimentos fueron a parar a las bandejas de los jefes del Vivac, una de las mayores cárceles de Santa Clara.
El caballo, por su parte, terminó en el zoológico municipal. Día tras día Víctor y Kisdiel cortaban yerba y la llevaban al zoológico para que le dieran de comer al animal, hasta que se percataron de que no le daban nada. A los seis meses, el caballo había muerto de hambre.
Después de unos días detenidos, las autoridades de Caibarién cerraron la tienda de la familia y el 9 de diciembre de 2008 los enjuiciaron a ambos. Fueron condenados a nueve meses de prisión domiciliaria.
Jaquelín empezó a cuidar de manera ilegal a 15 niños entre uno y cuatro años, y por las madrugadas vendía café a los campesinos que iban bien temprano a trabajar la tierra.

Así estuvo un año, hasta que Agricultura Urbana le permitió abrir la tienda de nuevo.
–¿Cómo es eso de que les dieron el permiso otra vez? ¿Sobornaron? –pregunto.
–Lógicamente –dice Jaquelín–. Habíamos cumplido satisfactoriamente la condena y nos dijeron que nos iban a volver a dar la licencia comercial. Les tuvimos que dar dinero, jabas con arroz, frijoles, carne de puerco, pagarle un almuerzo en una pizzería al delegado de la Agricultura.
El matrimonio levantó un quiosco en la esquina de la calle Zayas y vendió por un tiempo los mismos productos que antes. La familia cuenta que, el 4 de mayo de 2010, luego de otro año de trabajo, la presidenta del Gobierno de Caibarién los obligó a abandonar el puesto sin muchas explicaciones y los multó con 1500 pesos.
«No había motivos para sacarnos, pero tú sabes que en Cuba todo se puede», dice Jaquelín. Luego se enterarían de que un primo de la presidenta había ocupado el puesto de la calle Zayas. Ahí estaba la clave de todo.
Para mantenerla tranquila, a Jaquelín le permitieron abrir nuevamente la tienda en el portal de su casa, pero los inspectores siguieron llegando cada dos días al negocio para poner, bajo cualquier pretexto, multas de 100, 150 y hasta 500 pesos. Continuaron las citaciones policiales para preguntarles de dónde sacaban los productos o cómo los transportaban. En una ocasión citaron a Víctor para iniciarle un “proceso profiláctico” porque, según el Jefe de Sector, vivía en la casa de Jaquelín sin tener dirección de la vivienda. No importaba que el matrimonio llevara más de 15 años juntos. Tanta fue la presión, que el Jefe de Sector obligó a Víctor a irse de día a casa de sus padres y a volver por las noches medio escondido para dormir con su mujer.
Durante otro de los múltiples registros, un alto funcionario de la policía fue dispuesto a decomisar todo del negocio. Jaquelín se tiró al suelo a llorar y preguntó que por qué. Por qué a ella, que estaba sola en casa con su hijo, que le tenían jodida la vida, que su esposo no vivía ahí por culpa de la policía, que tenía miedo que lo metieran preso otra vez. Que por qué les hacían eso, por qué a su familia. El alto funcionario paró el registro, ordenó que no decomisaran nada, y autorizó que Víctor regresara a vivir a la casa.
Motivo #2: «¿Dónde está mi hijo, dónde lo tienen que es menor de edad?»
El 16 de diciembre de 2012 la familia salió a comer fuera de casa a las fiestas populares de Caibarién. Eran las siete de la noche. Jaquelín guarda una foto de ese día: ella, Víctor y dos amigos más, sonrientes todos. A sus espaldas, el Malecón que bordea el pueblo. La foto la conservan más por lo que vino después que por lo que en sí representa.
Dos horas más tarde, sobre las nueve, Jaquelín, Kisdiel y Víctor volvían a casa caminando. Víctor llevaba su moto Minerva de la mano cuando una patrulla de la policía se atravesó. Bajaron dos guardias, solicitaron sus documentos y, sin saber la familia por qué motivos, los multaron con sesenta pesos.
«¿Cómo que una multa de sesenta pesos?», protestó Víctor. Los guardias les dijeron que porque no llevaban los cascos puestos. Víctor dijo que no era necesario, que iban caminando. El guardia se altera, ofende y grita. Víctor protesta y dice que parece mentira que, siendo del gobierno, los policías los traten de esa forma.
«Aquello les bastó», recuerda Jaquelín.
El guardia sacó una tonfa y comenzó a golpear a Víctor. El otro guardia se sumó: golpes en la cabeza, en el estómago, en las costillas.
«Me lo tenían doblado», dice ella. «Estaba pujando, parecía un carnero».
Jaquelín corrió a proteger a Víctor, pero los guardias no cedieron, y de repente uno de ellos empezó a golpear también al hijo, que entonces tenía 17 años. Le dieron tantos tonfazos que Kisdiel perdió el conocimiento y cayó a la calle desplomado.

Jaquelín corrió entonces hacia su hijo, mientras gritaba «es menor de edad, es menor de edad, ustedes no saben lo que están haciendo, no le den más golpes que es menor de edad».
Comenzaron a llegar personas, mucha gente, algunos que conocían de toda la vida, tal como sucede en los pueblos pequeños. Les gritaron esbirros a los guardias, abusadores, batistianos, y los guardias pidieron refuerzo. A Víctor lo esposaron, a Kisdiel también, y los condujeron forzadamente al interior de la patrulla. Jaquelín corrió para tratar de montarse en el vehículo e ir con su familia adonde sea que los llevaran.

Un guardia le dijo al otro: «Arranca que esto está malo». La patrulla aceleró y Jaquelín quedó con una pierna dentro y la otra afuera del carro, y esa pierna la fue arrastrando por el asfalto unos veinte metros hasta que un señor mayor atravesó su bicitaxi delante de la patrulla para que se detuviera o le pasaran por arriba. Los guardias frenaron, le dieron un tonfazo a Jaquelín en la cabeza, la dejaron tirada en el suelo y se llevaron al esposo y al hijo a la estación.
«Cuando abrí los ojos estaba tirada en medio de la calle», recuerda Jaquelín. Algunas personas la ayudaron, le dieron agua y la montaron en una bicicleta hasta la estación. «¿Dónde está mi hijo, dónde está mi hijo, dónde lo tienen que es menor de edad?», gritó Jaquelín.
Ahí, asegura, en la recepción del lugar, el mismo patrullero golpeó a Kisdiel en la cara. Luego lo llevaron dentro y no lo vio más.
Estuvieron, los tres, una semana presos. Según Jaquelín, no los soltaban porque sus cuerpos estaban llenos de hematomas y moretones. Ya libres, los llevaron al hospital para atenderles las lesiones leves.
El juicio sobre este acto de violencia debía celebrarse el 15 de marzo de 2013 en el Tribunal Provincial de Santa Clara, pero finalmente efectuaron un juicio municipal y le advirtieron a la familia que callara. Que era mejor que todo terminara ahí, a nivel de municipio.
El veredicto inhibió del caso a los dos guardias implicados, que nunca se presentaron ante el juez. En su lugar, mandaron a otros oficiales. La familia fue acusada de atentado, desacato y desobediencia. A Kisdiel le impusieron nueve meses de medida cautelar, a Jaquelín un año recluida del trabajo a la casa, y a Víctor –quien estuvo al borde de un infarto– dos años de prisión.
La familia recuerda que el abogado defensor, de apellido Pérez, dio un golpe en la mesa y dijo que el juicio había sido manipulado. También recuerdan que llevaron siete testigos a declarar, pero solo permitieron que dos entraran a la sala.
Motivo #3: «¿A quién fue el que mató, según ustedes?»
Tres meses después de que Víctor cayera en prisión, las autoridades fueron a buscar a Kisdiel Pérez Jiménez.
«Aquello fue grande», dice Jaquelín. «Fue como si estuvieran buscando a un terrorista. La policía rodeó la casa».
Un oficial la empujó para abrirse paso en la casa y buscar al hijo. Ella preguntó qué había sucedido, qué estaban buscando ahora. Nadie respondió. Esposaron a Kisdiel, lo empujaron hasta la patrulla.
Kisdiel, por su parte, calmaba a Jaquelín: «No, mami, yo no he hecho nada, de verdad que no he hecho nada».
Jaquelín corrió a la estación y el instructor Samuel le informó que su hijo estaba acusado de asesinato en primer grado. «Usted está muy equivocado», respondió ella. «¿A quién fue el que mató, según ustedes?»
Casi un año antes, Kisdiel y tres amigos estaban en la piscina de un lugar llamado Villa Azúcar. Uno de los amigos subió a las habitaciones y se puso a mirar por debajo de la puerta a otro de los amigos y a su novia mientras tenían sexo. La pareja se percató, salieron del cuarto y se quejaron con el resto. Que lo encontraron agachado “mirando huecos”, que hay que controlarlo, que tiene fama de “mirahueco”, les advirtieron.
Luego los novios volvieron a la habitación. El amigo, al rato, trepó al alero del segundo piso de la villa para alcanzar la ventana y mirar una vez más, pero se atascó con una tubería y cayó de espaldas al vacío. El vigilante del lugar, que lo vio todo, comenzó a gritar. Sus amigos corrieron, Kisdiel entre ellos, y llevaron al muchacho hasta el policlínico más cercano. Ahí le dieron los primeros auxilios, pero el muchacho quedó en estado paralítico. A los seis meses empeoró su salud y, producto de una infección cerebral, un mes más tarde murió.
«Ahí comenzó el conflicto», asegura Jaquelín.
Devastados, los padres trataron de buscar un culpable por la muerte del hijo, de 26 años. Por tanto, acusaron a Kisdiel y a otro amigo llamado John de haberlo matado.
«Yo estaba en algún sentido tranquila, porque sabía que mi hijo no había hecho nada», confiesa Jaquelín. «Mi esposo estaba preso y me lo querían arrancar a él también».
Cuando Víctor se enteró en la prisión 5 de Marzo de que Kisdiel, a quien había criado desde los cinco años, también iría preso, pensó que les habían preparado otra trampa más para destruirlos.
A sus 17 años, Kisdiel estuvo dos semanas detenido, tiempo en el que confundió el día con la noche. A veces estaba en un sótano y luego lo llevaban a un sitio iluminado. Le daban de comer solo una vez al día, y lo presionaban para que se declarara culpable del homicidio.
«Tú lo tiraste para robarle», le decían. «Tú le diste con un tubo para quitarle un reloj».
Jaquelín lloró durante 14 días afuera de la prisión, y cuando soltaron a Kisdiel supo que su hijo ya nunca sería el mismo.
«Quedó completamente traumado, tiene miedos», dice. «Él era un niño muy alegre, y se ha distanciado hasta de Víctor. Se la pasa solo, encerrado en el cuarto, tiene miedo de tener amistades. Las manos le sudan, la voz le tiembla. Eso lo cambió».
Luego agrega: «Ahí pensé que cuando Víctor terminara la sanción, teníamos que preparar un viaje».
El día en que me reciben en Overvrecht Kisdiel habla lo necesario. Le pregunto cómo está y dice bien, le pregunto si le gusta Holanda y dice sí, estrictamente eso. Se ha comprado unos tenis rojos y se dispone a ponérselos para ir a comprar un poco de pan y huevos, y tomar una merienda entre todos.
***
En cuanto salieron de manera obligada del campamento Leersum, Jaquelín se hundió en una depresión y perdió 20 libras de peso. «No sabíamos qué rumbo iba a coger esto. Ahí fue cuando nos aferramos a Dios», cuenta ella, que asiste cada semana a una iglesia evangélica en Utrecht junto a Víctor y Kisdiel.
Entonces tenían un solo celular sin conexión a Internet y recorrían toda la ciudad caminando para no gastar dinero en transporte público. Durante casi tres meses durmieron en la casa de una familia de la iglesia que los recogió. Llegaban a las nueve de la noche y debían irse a las ocho de la mañana. El resto del día lo pasaban en Bodemonderzoek Griftpark, un parque situado a siete kilómetros de la casa que la policía visitaba muy pocas veces. El hecho de que mucha gente hiciera picnic allí les permitía confundirse en el tumulto.
«Yo siempre decía ‘a ver, pensemos que estamos de picnic nosotros también’», cuenta Jaquelín. «A veces tenía refresco, salchichas, y decía ‘miren, nuestro picnic es mejor porque es diario’. Y así trataba de levantar el ánimo».
Todas esas horas que allí estaban veían llegar e irse a decenas de holandeses, dormían la siesta, y si de casualidad comenzaba a llover corrían a guarecerse en algún supermercado cerca. Víctor recuerda que en el parque había un árbol de manzanas que les proveyó de frutos todo ese tiempo.
Más de una vez sus familiares los llamaron desde Cuba para preguntarles cómo estaban, cómo era Holanda, si linda, si había frío, si les iba bien. Y siempre respondían que estaban muy bien, que claro que les iba muy bien, y que a toda hora estaban de paseo y bien.
«Eso no tiene palabras», cuenta Jaquelín. «Imagínate, engañando a la familia. Imagínate cuánta tristeza».
En las tardes iban a un comedor para emigrantes, luego caminaban los siete kilómetros de regreso, se bañaban en la casa, dormían un rato y al día siguiente comenzaba la misma rutina.
«Ahí es cuando el matrimonio casi se rompe. Discutíamos, estábamos estresados. Era demasiado para nosotros, que en 18 años nunca tuvimos problemas», dice Víctor.
Los hermanos de la iglesia les regalaron ropas, las bicis que ahora tienen, y canastas familiares de comida. Cuando ya no pudieron seguir en la casa, recalaron en los albergues de una asociación caritativa. Jaquelín paraba en un lugar y Víctor y Kisdiel en otro. Por el día se encontraban, como siempre, en Bodemonderzoek Griftpark. Cuando apenas les quedaba dinero, otra asociación de ayuda a emigrantes los apoyó con 55 euros semanales para cada uno, y les asignó un apartamento con la condición de que tenían que compartirlo con un somalí.

«¿Una casa para mí?», preguntó entonces Jaquelín, incrédula. «Aún ni me creo que estamos aquí», me dice.
El IND no ha cerrado aún el caso de Jaquelín y su familia. Otra organización ha vuelto a ocuparse legalmente del asunto y se encuentran a la espera de una respuesta que, según su abogada, no debe demorar.
Ahora cuentan con una identificación asignada, la cual podrían mostrar a la policía holandesa, si fuere necesario. También reciben asistencia médica y un dinero extra con el que Jaquelín compra su tratamiento para las tiroides.
Sus familiares en Cuba les siguen enviando otras pruebas, otras multas, otras citaciones a la policía. Evidencias todas para seguir con el proceso.
En caso de ser aprobada su solicitud de asilo, el gobierno holandés les otorgará inmediatamente posibilidades de estudio y una casa propia. Abandonarían este departamento de Overvrecht, que hoy comparten con el somalí, quien, según ya han aprendido, no les acepta ningún plato no por desprecio, sino porque solamente consume comida halal.
En caso de ser rechazados, no han pensado qué camino tomarán. Solo podemos decirles que Jaquelín no extraña el sol.